Juan Bosch: Memorias del Golpe (9)

FARID KURY
FARID KURY
La madrugada ganaba espacio cuando decidí llamar al doctor Juan Casasnovas, presidente del Senado y de la Asamblea Nacional, y al presidente de la Cámara de Diputados, doctor Rafael Molina Ureña. El primero dormía en su casa de San Pedro de Macorís, la ciudad de los bellos atardeceres, como bien la calificara el extraordinario poeta Gastón F. Deligne.
El segundo en su casa de Los Prados, en el Kilómetro ocho y medio de la Autopista Duarte. No les expliqué los detalles de lo que acontecía en Palacio. Sólo les dije que me urgía verlos. Por supuesto, no eran tontos para ignorar que si los requería a esa hora era porque algo olía mal. Para entonces los golpistas controlaban la entrada y salida de Palacio. Pero sin muchas dificultades ambos pudieron llegar a mi despacho, donde yo estaba en condiciones deplorables.
En ese momento, recuerdo, estaban conmigo, entre otros, el joven ministro de Finanzas, de apenas 27 años, de descendencia libanesa, Jacobo Majluta, y el ministro de la Presidencia, Abraham Jaar. Primero llegó Rafael Molina Ureña. Le solicité convocar la Asamblea Nacional para presentar mi renuncia. Salió de inmediato a cumplir la tarea encomendada. Al rato, llegó Juan Casasnovas, y le solicité lo mismo. Pero éste no pudo volver a salir.
De todas maneras, en verdad, era inútil cualquier esfuerzo en esa dirección. Ya estaba derrocado. El gobierno no existía. La ilegalidad reinaba. Los golpistas controlaban la nación, y no iban a permitir una reunión de la Asamblea Nacional. En aquel momento de soberbia, los golpistas ignoraban que mi voz, la voz de la esperanza, no podía acallarse por  mucho tiempo, ni mi pensamiento podía encadenarse por un segundo a intereses diferentes a los de mi pueblo. Yo, sin embargo, sabía que en ese escenario o en cualquier otro, en mi país o fuera de él, mi voz sería escuchada y habría de movilizar a millares de dominicanos en búsqueda de un mejor destino, de un destino en libertad y democracia.
La mañana del 25 de septiembre reinó la incertidumbre y la confusión en la República Dominicana.
Los rumores circulaban de boca en boca y daban cuenta de la caída del presidente que había obtenido el respaldo del sesenta por ciento de los electores en las urnas. Entonces, un extenso comunicado leído en la oficial radio Santo Domingo y firmado por 27 oficiales encabezados por el ministro de las Fuerzas Armadas, los jefes de la Policía, del Ejército, la Marina y la Aviación, confirmaba que efectivamente, el cuartelazo era un hecho.
La población quedó atónita, anonadada.
Una sarta de mentiras asquerosas fue difundida para justificar la puñalada a la democracia. Decían que me habían derrocado porque había llevado la nación al caos y al desorden. También por mi desprecio a la constitución y a los derechos individuales y por mi incapacidad para combatir el comunismo. Que con mi proceder gubernamental empujaba el país al comunismo. Esos argumentos no podían ser más ridículos, más pueriles. ¿Quién podía creer semejantes injurias disparatadas? A las injurias y a las falsedades recurren siempre los carentes de argumentos sólidos. Se inventaban esas vulgares mentiras, porque temían que tronaran los tambores de la rebelión de los humildes.
Fue formada una junta militar que recurrióٗ a todo tipo de atropello para dominar el país. La represión fue generalizada y los arrestos fueron indiscriminados. El nuevo gobierno de facto suspendió las Cámaras Legislativas y puso en vigor nuevamente la constitución del 17 de diciembre de 1962, aprobada por el gobierno del Consejo de Estado, que otorgaba facultades legislativas al gobierno.
Los partidos marxistas-leninistas fueron declarados fuera de la ley. También fue declarado el estado de sitio y toque de queda en todo el país, desde las seis de la tarde hasta las seis de la mañana.
En cuanto a mí, al principio, el gobierno de facto no tenía idea de lo que harían conmigo.
Finalmente, prevaleció la idea de que tenerme en el país era demasiado peligroso. Sabían que tenía, como pocos, el poder de la palabra y de la comunicación, y pensaban que podía encender los ánimos de por si revoloteados de la población. Fue entonces cuando decidieron enviarme al exilio. Otra vez el exilio. Parece que no fueron suficientes 23 años.
Pero estaban equivocados. Sencillamente equivocados. Era una verdadera tontería pensar que desterrándome se apagaría la llama de la inconformidad y rebeldía. El Triunvirato podía gobernar la hacienda pública, pero nunca las almas dominicanas. Esas almas desamparadas a las que prediqué con palabras y con hechos no había cómo someterlas.
La mecha de la discordia, prendida por ellos ya nadie podía apagarla. Debía estallar, como estalló apenas dos meses después cuando un grupo de jóvenes del 14 de junio, encabezado por el patriota
Manuel Aurelio Tavares Justo, se sublevó en las montañas de Quisqueya pidiendo el retorno del gobierno constitucional. Y estallaría también el 24 de abril de 1965 cuando militares constitucionalistas se lanzaron a derrocar el gobierno de facto encabezado por Donald Reid Cabral y a pedir mi vuelta a la presidencia sin elecciones.

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