UN ARTICULO: Juan Bosch: Memorias del Golpe (4)

FARID KURY

FARID KURY
Esa era la agobiante atmósfera reinante cuando me marché a reunirme con la cúpula militar. Habían llegado primero y estaban reunidos en el despacho del Secretario de las Fuerzas Armadas, que en ese tiempo estaba en el ala izquierda del Palacio, donde discutían lo que debían plantearme. Se habían erigido de repente y sin que nadie se lo pidiera, en un poder deliberativo. ¡Ay de los pueblos, había dicho El gran Libertador Simón Bolívar, cuando sus militares se convierten en poder deliberativo! ¡Cuánta sabiduría y clarividencia en esas palabras! Habían decidido, otra vez, pedirme, o más bien, exigirme, ser más enérgico con los comunistas, y además, negarse rotundamente a cualquier destitución o traslado de algunos de ellos.
A eso de la medianoche, encabezados por el ministro de las Fuerzas Armadas, los altos oficiales entraron a mi despacho. Noté la ausencia del jefe de la Fuerza Aérea, general Miguel Atila Luna Pérez, y el Director del Centro de Enseñanza de las Fuerzas Armadas, coronel Elías Wessin y Wessin. Supe entonces que se habían negado a la reunión alegando poca importancia de un diálogo conmigo.
Prefirieron atrincherarse en La Base de San Isidro con sus tropas alertadas, y desde allí se mantenían comunicados con los generales en Palacio.
Yo prefería la conversación suave y fluida, pero aquella noche mis palabras fueron directas. Sin preámbulos ni sutilezas fui al grano. Les comuniqué que poseía informes de que el coronel Elías Wessin y Wessin conspiraba contra el gobierno, por lo que había decidido destituirlo. Pero antes quería escuchar sus opiniones. Nadie tomó la palabra. Por breves minutos se produjo un silencio denso que a leguas denunciaba complicidad.
Fue entonces cuando el Subsecretario de las Fuerzas Armadas, coronel Marcos Rivera Cuesta, expresó: “Señores, hay que decirle la verdad al Presidente y la verdad la sabemos todos”. “¿Cuál es esa verdad?” pregunté. Y sin el menor sonrojo contestó: “Que el coronel Wessin y Wessin no puede ser sustituido. Intentarlo costaría mucha sangre dominicana”. “Quiere decir entonces que el coronel Wessin y Wessin tiene un feudo intocable”, respondí.
Así, en consonancia con lo acordado minutos antes, uno a uno, desafiantes e irrespetuosos, desaprobaron mi decisión. Ni uno la secundó. Entonces me vi forzado a modificarla, planteando su traslado. Pero la intransigencia de los militares era ilimitada. Tampoco aceptaban un traslado. El irrespeto a mí y a mi investidura rayaba en lo vulgar. El desafío era un hecho y difícil de evadir.
Mi actitud de pedir la opinión de la cúpula militar, y en cierto modo, su aprobación, ha merecido diferentes comentarios. Para muchos se trató de una inaceptable muestra de debilidad. Es verdad, resulta difícil entender por qué un presidente tiene que solicitar la anuencia de sus subalternos uniformados para cancelar o trasladar a un simple coronel. Pero en honor a la verdad histórica, yo carecía del poder para imponer mi voluntad. Cierto, era el presidente, pero mi poder era limitado. Me sentía como un hombre al que se le arranca de tierras firmes y se le deposita sobre pantanos y arenas movedizas. El poder real y verdadero, el que podía quitar y poner presidentes, lo tenían los militares y sus socios, tanto aquí como fuera de aquí, y cuando digo fuera de aquí, sé que ustedes saben que me refiero a Estados Unidos.
La actitud de los militares ponía sobre el tapete, como una navaja desnuda, un desafío difícil de evadir, y menos ganar. Pero no sería fiel a mí si permitía semejante desobediencia y desconsideración. Entonces, ¿Qué podía hacer? ¿A quién recurrir en esa hora oscura? ¿Cómo manejar esa crisis que empequeñecía mi autoridad a niveles insospechables? Evidentemente, necesitaba un rayo de sol en ese día terriblemente gris.
En realidad no esperaba semejante desafío. Quedé anonadado. Sabía de sus andanzas contrarias al gobierno, pero confiaba en que los haría razonar, o cuando menos, no me irrespetarían. Pero ellos no pensaban ceder. Al parecer, pretendían provocar una crisis y en medio de ella tomar una medida de fuerza. Tal vez visualizaban que la libertad y el respeto a las leyes y la constitución prevalecientes en el país les proporcionaban una licencia para la traición.
De todas maneras, en semejantes apuros lo aconsejable sería sobreponerse a la ira, ordenar el pensamiento y tomar medidas. Pero yo, no lo niego, me sentía enjaulado como un ave cautiva. Me sentía impotente. Sin poder. ¿Cómo podía ser posible –razonaba- que un presidente no pudiera destituir o trasladar a un simple coronel? Esa era la realidad, y en el mundo de la política sólo ésta cuenta.
Así, molesto, decidí terminar el fatídico encuentro diciendo: “Ya hemos terminado. Se pueden retirar”. Minutos después, ya a solas con algunos amigos funcionarios les expresé: “Voy a presentar mi renuncia. Si no puedo destituir a un coronel de la Fuerza Aérea. Lo mejor es que me vaya”. Muchos vieron en esa postura un manejo táctico para sobrevivir a la crisis. Honestamente no se trataba de eso. De verdad, no me interesaba gobernar en semejantes condiciones.

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