Juan Bosch: Memorias del Golpe (2)

 FARID KURY

Ahora esperaban el momento oportuno para introducir la estocada mortal a la democracia. En ocasiones anteriores había neutralizado sus planes. Fue lo que ocurrió, por ejemplo, el 13 de julio, cuando apresuradamente hube de ir a la base aérea de San Isidro para enfrentar y abortar una intentona. Aquella vez, contrario a lo que esperaba la cúpula militar, llegué en un carro sencillo, sin matricula oficial, acompañado sólo del jefe del Cuerpo de Ayudantes Militares, coronel Julio Amado Calderón Fernández, y de un reducido equipo de oficiales escoltas. En aquel encuentro participaban alrededor de cuatrocientos oficiales, en cuyos nombres habló el mayor Rolando Haché. Tenía informes acertados de que ese mayor era de los oficiales que agitaba de cuartel en cuartel contra mí. Junto al coronel Elías Wessin y Wessin persistía en acusarme de comunista. Sin mucho rodeo fue al grano. Dijo que la alta oficialidad estaba preocupada por el avance del comunismo en el país y por la benignidad mía con los comunistas. A seguidas pidió, casi exigió, una política de persecución contra los comunistas. Y sin ambages, insinuó que sólo podía contar con las Fuerzas Armadas si me decidía a adoptar sus exigencias. A todas luces se trataba de una postura grosera y provocadora, que un presidente de mi carácter, mi independencia y mi visión sobre el desarrollo de la República Dominicana, no podía tolerar. Me sentía ofendido, indignado. Y en cierto modo, también, apenado. Yo soy un hombre respetuoso de la vida, y resulta que las Fuerzas Armadas de mi país, querían forzarme a agredir, perseguir, reprimir, a dominicanos, dizque por comunistas. Así, a aquella irrespetuosa e inaceptable exigencia respondí con firmeza. ¿Qué otra cosa podía hacer si estaba convencido que al poder, que siempre es transitorio, no había llegado para perseguir a nadie? He dicho a nadie. No fue un deseo de superioridad ni para satisfacer mi vanidad, la vanidad que acompaña a los humanos, lo que me empujó a pretender la presidencia de mi país. Para mí, como para el Apóstol de América José Martí, toda la gloria cabe en un granito. Fue mi sensibilidad social y humana, y mi creencia de que desde la presidencia impulsaría la democracia y así serviría a los condenados de mi tierra. Entonces apelé a mi dialéctica analítica para intentar convencerlos de la improcedencia de sus exigencias. Mi mensaje fue claro y categórico: Mientras sea presidente no habrá persecución contra los comunistas ni contra nadie. Les dije una y otra vez que había llegado al poder para establecer un gobierno de verdad democrático para todos y en ese gobierno no podía haber democracia para unos y dictadura para otros. Así como en una tiranía no podía haber tiranía para unos y democracia para otros. Yo había terminado mi discurso de toma de posesión con una categórica sentencia que maravilló a los presentes en la sencilla ceremonia efectuada, no en la augusta sala de la Asamblea Nacional, sino en las escaleras del Congreso Nacional, y en la cual me negué a ceñir sobre mi pecho la banda presidencial: “Mientras nosotros gobernemos, en la República Dominicana no perecerá la libertad”. Y no había una razón, una sola, para violar mis propias palabras, mi propio juramento.
Les dije más: “Ustedes han dejado de ser en este momento militares apolíticos y se han convertido en políticos. No puede haber democracia con militares políticos, con militares que deliberen. Los militares, de acuerdo con la constitución, tienen una función muy concreta. No pueden opinar políticamente; no pueden establecerle pautas políticas a nadie; para establecer pautas políticas están los partidos y están las Cámaras Legislativas, y está la prensa. Y como ustedes han  dejado de ser militares para ser políticos, en este momento, yo no puedo seguir gobernando en el país, porque yo me temo que esto de ahora se repetirá en otras formas, no en este lenguaje, en esta discusión amistosa, sino con hechos; temo que algún grupo de oficiales guiados por políticos; porque ustedes no amanecieron un día pensando esto, esto se lo han hecho pensar a ustedes políticos que quieren usarlos con fines políticos, que un grupo de oficiales pensando ya con hechos, llevados por los políticos, se presenten en el Palacio Nacional a sacarme de allí, y el día que eso ocurra también va a haber oficiales del ejército que saldrán a defender el gobierno constitucional y habrá lucha entre las Fuerzas Armadas, y habrá sangre, y yo no he vuelto aquí a derramar sangre, yo no quiero que por mi causa se derrame sangre en la República Dominicana”.
Impresionados por mi firmeza y claridad conceptual los oficiales retrocedieron. Alegaron una y otra vez que ellos no pretendían de ninguna manera una dictadura y que jamás podían aceptar mi renuncia. Pero yo no era tan incauto para entender que ese retroceso era de corazón. No, no, era un repliegue táctico. Sé que en sus pensamientos atrasados ni por un segundo dejó de rumiar la idea de que yo era comunista al que debían echar del poder. En sus estrechas mentes no cabía la idea de que yo era un demócrata convencido que actuaba para viabilizar la democracia en mi sufrido país. ¡Que va¡ Hablarle de democracia era como hablarle en chino o en árabe. Es más, mis explicaciones sobre la democracia y como debía funcionar en la República dominicana no sirvieron más que para reforzar sus prejuicios contra mí. Lo que sí entendieron entonces fue que por ahora no era oportuno insistir. El plan estratégico inicial sería postergado para otro momento más favorable.
Tres días después, el 16, comparecí ante el país y relaté todo lo ocurrido. No callé ni escondí nada. Todo lo dije con la claridad que me es propia. Al final, recuerdo, hice una exhortación que a muchos conmovió. Y fue esta: «Repito que no sé lo que me va a pasar, pero si me ocurre algo, a los militares demócratas de este país, al pueblo, a la juventud dominicana, quiero decirles lo siguiente: pase lo que pase, no permitan que este país vuelva a comprometerse en contratos con empresas refinadoras de petróleo, no permitan que la tierra dominicana vaya a manos extranjeras, no permitan que siga el latifundio campeando por su respeto y que los campesinos sin tierra estén recorriendo los caminos muriéndose de hambre para venir a las ciudades a pedir con las manos extendidas un pedazo de pan para poder comer. Luchen por la independencia de la República Dominicana, pero luchen también por el mantenimiento de las libertades públicas; y si me pasa algo, como testamento les dejo estas palabras que quiero repetir esta noche, las palabras con las cuales terminé el discurso de inauguración del nuevo gobierno revolucionario, el 27 de febrero de 1963: «Dominicanos, mientras nosotros gobernemos en este país no perecerá la libertad». Y no, no pereció.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *